Hace años que sigo el debate en torno a la legalización de las drogas. Siempre desde afuera y sin emitir opinión sólida, principalmente debido a que no tengo una. Mi idea fue siempre que no hay que dejarse llevar por moralismos y analizar la cuestión desde una perspectiva de costos y beneficios. ¿Qué política con respecto a las drogas es la que produce el mejor resultado en la sociedad? Es una cuestión empírica complicada y creo que cualquier lego que crea tener una respuesta definitiva se está engañando a sí mismo.

En todo ese tiempo mi opinión tentativa fue evolucionando desde la neutralidad hacia cada vez más apoyo a distintos aspectos de la legalización. Creo, por ejemplo, que hay bastante evidencia que indica que perseguir penalmente a los consumidores es dañino y no efectivo (además de inmoral). La aparición de mercados ilegales está casi garantizada si se prohíbe un bien altamente buscado y adictivo, lo cual trae muchos efectos sociales negativos que podrían evitarse si el producto fuera legal.

Pero si en esto me acerco a los movimientos pro-legalización, hay algo en lo que me encuentro completamente en la vereda de enfrente. Me parece falaz y contraproducente la promoción del uso medicinal de las drogas ilegales en el contexto de la legalización para uso recreativo.

Debería ser obvio que el hecho de que una droga tenga o no usos medicinales no debería guardar relación alguna con su estatus en cuanto a su uso recreacional. Los agentes de quimioterapia tienen un uso medicinal importantísimo en la actualidad, pero no por eso debería permitirse su uso fuera de la medicina. Por otro lado, el Ginkgo biloba médicamente no sirve para nada pero prohibir disfrutar un te de ginkgo durante la merienda sería una locura.

Las razones por las cuales una droga es beneficiosa medicinalmente no tienen nada que ver con su uso recreativo. En el primer caso, los beneficios se miden en años de vida ganados, probabilidad de supervivencia o reducción de síntomas; en el segundo caso, en disfrute y diversión. En el primer caso se trata de dosis bien controladas de substancias conocidas y purificadas con efectos medidos en ensayos clínicos y potencial seguimiento médico; en el segundo, de mezclas más o menos desconocidas de múltiples substancias en situaciones no profesionales.

Se trata de dos contextos totalmente distintos y donde las poblaciones afectadas no son comparables y se valoran distintas cosas. Una droga que mata al 25% de los consumidores puede ser beneficiosa si es utilizada para curar una enfermedad con un 100% de mortalidad, pero sería un grave problema de salud pública si fuera consumida por la población sana. Por otro lado, que un médico recete una substancia sin efecto más que un rico sabor sería un caso de mala praxis, pero salir a comer afuera es algo perfectamente razonable.

Además, en muchos casos la relación entre la droga que se consume para uso recreativo y la utilizada como medicina no es para nada directa. La marihuana tiene cientos de compuestos biológicamente activos y el rol de la investigación médica es aislar y analizar uno por uno. Si se encontrara que el CBD es efectivo para tratar la epilepsia, no significaría que el THC tiene uso medicinal. Por otro lado, el primero no tiene efectos psicoactivos y, por lo tanto, tampoco mucho uso recreativo.

A pesar de este desacoplamiento entre uso medicinal y uso recreativo, muchos grupos a favor de la legalización tratan de usar la validación social que viene del estatus medicinal a su favor. El modus operandi es, por ejemplo, mostrar todos los supuestos beneficios medicinales de la marihuana y luego decir “y aún así es ilegal fumarse un porrito”. Otras veces, la maniobra es más política. En California se logró la legalización medicinal de la marihuana y el Estado se llenó de “clínicas” donde cualquiera que quiere comprar porro puede conseguir una receta si va y dice que le duele la cabeza. Legalización del uso recreativo a partir del uso medicinal.

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Una dispensaría de "marihuana medicinal". Guiño, guiño.

El problema no es sólo que el argumento sea falaz, sino que además perpetúa falsedades. Dada la fuerte motivación para hablar bien de la droga que se busca legalizar, existe un intenso sesgo hacia inflar los supuestos beneficios, desestimar los estudios negativos o los efectos secundarios o directamente hacer afirmaciones sin evidencia alguna.

El ejemplo de la marihuana es aterrador. Ya comenté el caso de California, donde se receta marihuana a personas sanas para tratar enfermedades para los cuales no hay evidencia de que funcione. En Argentina, recientemente se aprobó la importación del aceite de cannabis para el tratamiento de la epilepsia gracias a grupos de presión que defienden su uso, a pesar de que no hay buena evidencia de efectividad.

Existen grupos que promueven la idea de que la marihuana combate todo tipo de enfermedades, desde impotencia hasta el cáncer. Sin embargo, muy poco tiene sustento en la evidencia y en su mayoría se trata de exageraciones basadas en anécdotas o en estudios de laboratorio o en animales. Como explica David Gorski, “la marihuana medicinal es el nuevo herbalismo”. Un reciente reporte que analizó toda la evidencia disponible y concluyó que sólo hay buena evidencia para el tratamiento del dolor crónico, las nauseas relacionadas con la quimioterapia y para los síntomas subjetivos en la esclerosis múltiple. Como contraste a estas tres indicaciones, encontró que no hay prácticamente evidencia de efectividad para otras 11, incluyendo cáncer y epilepsia.

Vale la pena aclarar explícitamente que nada de esto significa que en un futuro no se demuestren nuevos usos terapéuticos. Este es el estado de la investigación médica actual y la falta de evidencia no asegura la evidencia de ausencia. Pero si los activistas por la legalización consideran que está mal exagerar los riesgos del consumo, deben dejar de exagerar sus beneficios.

Toda droga que pueda tener potencial terapéutico debe ser investigada con rigurosidad, sin importar si proviene de una planta fumada por millones de personas para pasarla bien, o de un hongo microscópico que crece en las profundidades del océano. Pero bajo el mismo criterio, no debemos aceptar que ningún grupo ni organización invente o exagere efectos medicinales de una droga más allá de la evidencia. Si no se lo permitiríamos a Bayer, no deberíamos permitírselo a Mamá Cultiva.

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